En este país de petrificados llantos
en los que los huracanes, baten sus negros bombos
y hay halcones clavados con las alas inmóviles
sobre el alto cristal del tormentoso cielo.
¿Quién eres tú, criatura de ojos anochecidos,
de espada rota, de sollozo roto, de alas quebradas,
de cabellos de náufrago?
La piedra que bruñe el sol, la que madura
bajo el dorado musgo y el liquen pálido,
suspiran por su antigua cintura en la que queda
el abrazo de fuego de las viejas tormentas.
Lejos está, en el fondo de la vaga estatura
de las rocas que sueñan, el bramar de los pumas,
los hielos que se rompen, la plata virgen
de las níveas campanas,
las voces de aguacero de los indios
y el viento que se lleva las culebras trenzadas
de cabelleras de princesas kollas.
En la miel transparente de un lenguaje de kenas,
de cumbre en cumbre tiende la mañana
puentes de leve bruma, lenta, cenicienta.
Un desterrado pájaro deja gotear su congelado canto,
como un rubí en, el filo del pico de ónix.
Las rocas que fueron altas, doncellas antiguas,
gurreros con sus cascos de ulalas y metales,
ágiles cazadores de vicuñas del aire
que despedían flechas de peces por el cielo,
duermen bajo la piel del roquedal lloroso.
Este es el país de los tesoros,
donde apretadas quedan las palabras
en vetas anchas de encendidos labios.
La retama salvaje del desierto
abre su quitasol de aroma pálido
sobre el bostezo de coral ardiente
del venado de niebla, soñoliento.
Ayer le perseguía la asechanza,
cazadores cautos e invisibles,
las flechas que venían de las constelaciones.
Se la tragó el abismo a su hembra esbelta
de aladas patas y lascivos ojos.
Junto a los seres mudos que alientan en la piedra,
bajo el dombo celeste de estas altas montañas,
el agua está desnuda, milenaria,
con sus voces dormidas en sus guitarras verdes.
En los viejos caminos donde llueve
el lento hollín de las cerradas noches,
los pasos dejan huellas de aves y de corazones que viajan.
Hay horas que acumulan el impalpable azúcar
de los luceros y los menguantes incoloros,
allí apoya sus manos la muerte silenciosa y vagabunda
como en un viejo clave de "música callada".
Sólo el canto monjil de la lluvia en la arena
sube como los juncos en dulces letanías,
lamiendo el mirto amargo y las gramíneas.
Enciende el capulí su sangre indígena
en uvas de escarlata sacarina,
y asciende por sus ramas un aroma
de embalsamadas momias de arawikus.
Pintura : Serguei Yarovoi. En los dédalos
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