Galería Guillermo Viscarra Fabre. En este país de petrificados llantos
Pintura:
Serguei Yarovoi. En los dédalos
Guillermo Viscarra Fabre. En este país de petrificados llantos
En este país de petrificados llantos en los que los huracanes, baten sus negros bombos y hay halcones clavados con las alas inmóviles sobre el alto cristal del tormentoso cielo. ¿Quién eres tú, criatura de ojos anochecidos, de espada rota, de sollozo roto, de alas quebradas, de cabellos de náufrago? La piedra que bruñe el sol, la que madura bajo el dorado musgo y el liquen pálido, suspiran por su antigua cintura en la que queda el abrazo de fuego de las viejas tormentas.
Lejos está, en el fondo de la vaga estatura de las rocas que sueñan, el bramar de los pumas, los hielos que se rompen, la plata virgen de las níveas campanas, las voces de aguacero de los indios y el viento que se lleva las culebras trenzadas de cabelleras de princesas kollas.
En la miel transparente de un lenguaje de kenas, de cumbre en cumbre tiende la mañana puentes de leve bruma, lenta, cenicienta. Un desterrado pájaro deja gotear su congelado canto, como un rubí en, el filo del pico de ónix.
Las rocas que fueron altas, doncellas antiguas, gurreros con sus cascos de ulalas y metales, ágiles cazadores de vicuñas del aire que despedían flechas de peces por el cielo, duermen bajo la piel del roquedal lloroso.
Este es el país de los tesoros, donde apretadas quedan las palabras en vetas anchas de encendidos labios.
La retama salvaje del desierto abre su quitasol de aroma pálido sobre el bostezo de coral ardiente del venado de niebla, soñoliento. Ayer le perseguía la asechanza, cazadores cautos e invisibles, las flechas que venían de las constelaciones. Se la tragó el abismo a su hembra esbelta de aladas patas y lascivos ojos.
Junto a los seres mudos que alientan en la piedra, bajo el dombo celeste de estas altas montañas, el agua está desnuda, milenaria, con sus voces dormidas en sus guitarras verdes.
En los viejos caminos donde llueve el lento hollín de las cerradas noches, los pasos dejan huellas de aves y de corazones que viajan. Hay horas que acumulan el impalpable azúcar de los luceros y los menguantes incoloros, allí apoya sus manos la muerte silenciosa y vagabunda como en un viejo clave de "música callada". Sólo el canto monjil de la lluvia en la arena sube como los juncos en dulces letanías, lamiendo el mirto amargo y las gramíneas.
Enciende el capulí su sangre indígena en uvas de escarlata sacarina, y asciende por sus ramas un aroma de embalsamadas momias de arawikus.