Sergei Filippovich Goncharenko


Sergei Filippovich Goncharenko

La lingüística que se abisma en la poesía,
o la poesía que se despliega desde el significante

PARA DIRIGIRME HACIA el barrio moscovita donde vivía el poeta Sergei Goncharenko, debía descender a la estación del metro y atravesar la enorme ciudad por entre docenas de inesperadas salas subterráneas. Se llegaba así al pasillo épico por una casi interminable escalera eléctrica, con lámparas simétricas de luz blanca que se perdían abajo, muy abajo en el fondo de la stantsia metro.

Hacía casi ocho años que no visitaba Moscú. Ya no existía la URSS y los nombres de muchas calles rebautizadas en 1920, habían cambiado. Pero la voz de la grabación que anunciaba en cuál estación estábamos mientras se abrían las puertas automáticas del vagón, era la misma de mis años estudiantiles. Sonaba como debe sonar una grabación que se ha reproducido millones de veces. A mí me parecía como la voz de un anacrónico protagonista de ópera dedicado a un oficio que no le gustaba, con todas las craqueladuras y ruidos que evidenciaban la voz de un actor operático jubilado. Pero después de una larga ausencia de la ciudad de mi juventud, encontraba en esa voz, que evocaba el estilo de una época, un encanto por fuera del tiempo. Los vagones del metro seguían siendo eficaces y ruidosos.

Estábamos en diciembre y todos los transeúntes nos protegíamos con pesados abrigos. Era curioso sumergirse en la multitud que no tenía tiempo para contemplar los frescos descomunales, dibujados con preciosismo y precisión realista, con rostros sonrientes y adustos de personajes históricos o de alegorías sublimes e irreales. La gente que esperaba una cita tomaba cerveza sentada junto a los pasillos de estatuas que repetían su lección heroica a una ciudad que despertaba al amanecer de la era capitalista sumergida en rutinas prosaicas.

Recién llegado de una ciudad perfilada por la abrumadora luz del trópico de los Andes, me sentía como un espectro de otro lugar, moviéndose por entre la luz artificial de la estación Arbatskaia. Todo acrecentaba mi curiosidad y trataba de entender a una ciudad que había experimentado sin epopeyas el adiós al comunismo. La publicidad en aquel año de 1993 aún no se había tomado ni las escaleras eléctricas ni los enormes portales del metropolitano, y el viajero entraba en un espacio saturado de imágenes con códigos artísticos y mensajes políticos que traducían en símbolos, las ideas de filósofos utópicos radicales convertidos en estatuas de granito.

Aquel día a finales de diciembre, tenía una cita con el poeta y traductor Sergei Goncharenko, y como debía llegar a tiempo no pude detenerme a contemplar las imágenes de los muros hechas con mosaicos bizantinos ni las estatuas irreales de la estación. Subí al vagón y otra vez al escuchar la grabación con la envejecida voz, me asaltó la idea de que yo era un personaje de Cortazar buscando una poesía lejana en una ciudad desconocida.

Había un poco de absurdo en mi regreso. Mis amigos del pasado se habían dispersado por el mundo y prácticamente yo no tenía ningún conocido en la ciudad que, era para mí absolutamente literaria y dramática. Allí había vivido Dostoievsky. Allí triunfó Majiakovsky, el gran poeta de la revolución de octubre que se suicidó en una pequeña habitación al frente a un espejo y con un teléfono como única compañía. Pero Moscú era la ciudad de la pasión sin mesura por el arte, la creyente mística en la fuerza metafísica y real de las ideas y de la lengua como Bajtin quien descubrió que no era el novelista Dostoievsky sino el diálogo de sus personajes, sus enunciaciones de memorias, los que existían como invención existencial en sus obras.

En medio de los viajeros, fugaces compañeros del trayecto iba hilvanando absurdas ideas y me preguntaba qué hacía yo en esa época del año en un vagón que la ciudad heredó del comunismo, tratando de recordar mi idioma ruso e intentando comprender un poco el destino imprevisible de una ciudad que derribaba los templos para reconstruirlos después con magnitud descomunal. Sólo Cortazar podía entenderme. Y se me ocurrió la fantástica idea de que la muchacha desconocida que iba sentada a mi lado, sumergida con absoluta concentración en su libro abierto, estaba leyendo Rayuela. Me hipnotizaba con esta fantasía y volví a mirar con atención el libro que la tenía ensimismada; me sobresalté y sucumbí a la poesía de la ciudad, a lo imprevisto: la muchacha leía a Cortazar traducido a caracteres cirílicos. Moscú era definitivamente una ciudad fundada para la zozobra de la literatura.

El poeta Sergei Goncharenko había nacido en Estambul en 1945. Lo conocí en Bogotá a donde había llegado para presentar su teoría sobre la traducción poética. En esa oportunidad el poeta, intérprete y teórico de la comunicación poética planteó —tanto en la Casa de Poesía Silva como en la Universidad Nacional— que León de Greiff con su obra poética había desplegado las valencias de los signos del idioma castellano hasta conseguir "la trascendencia total del sonido". Saussure había explicado que los significantes perfilan sistemáticamente las significaciones, liberando al idioma de la mera función de ser un catálogo de designaciones para los referentes físicos. Según Goncharenko con base en su conocimiento como traductor de la poesía de León de Greiff, esta creación convierte al significante de su poesía en lengua castellana, debido a la extremada ordenación (iteraciones y paralelismos) de la estructura versal, es decir de sus estructuras métricas y fónicas, en un universo enigmático de sonidos y significaciones. Para Goncharenko —de acuerdo con sus investigaciones apoyadas en la lingüística y en la teoría del verso— De Greiff había inventado una galaxia poética en la que el idioma castellano exhibía todas sus potencialidades.

La tarea que se había propuesto parecía imposible: traducir la poesía de León de Greiff. El poeta colombiano —quien viviera casi toda su vida en Santafé, otrora un espléndido barrio judío de Bogotá y que hoy es aún un sobrecogedor laberinto de calles y esquinas asordinadas—, había dado a los lectores de poesía en castellano un universo de acordes, asonancias, asociaciones semánticas desacostumbradas, ritmos extraños y poesía pura de sonido verbal. Según escribiera Goncharenko en su libro Teoría del discurso poético en castellano, el poeta colombiano consiguió "la rotura de nexos estables entre la cápsula fónica de una palabra y su acepción lexicográfica".

Los poetas rusos del siglo XX como Jliebnikov, Mandelshtam, Majiakovsky —los cuales tuvieron una absoluta convicción en el poder de la lengua de la poesía para crear nuevas lógicas estéticas, diferentes de la subordinación de la poesía a la transmisión de meros significados triviales — convirtieron el idioma ruso en un cosmos de inéditas formas, quimeras y ritmos. No se trataba de transmitir un mensaje para el cual las palabras eran simples vehículos. Marina Tsvietaieva, la maravillosa poeta rusa lo resumió de manera impecable: El mejor conocimiento de un poema es saberlo de memoria. Esto quiere decir que un significante rezumaba significación, al establecer una relación fónica, nueva y constante con los demás significantes del verso.

Cuando leí por primera vez los poemas de León de Greiff traducidos al ruso por el poeta Goncharenko, me di cuenta de que no habría podido ser nadie distinto a un poeta —heredero de la exquisita memoria cultural de la poesía rusa y creador al mismo tiempo de una brillante teoría del discurso poético en lengua castellana— el realizador del enorme y desconcertante hallazgo de Goncharenko, es decir: que los grandes poetas rusos del siglo XX y León de Greiff en dos lenguas y tradiciones diferentes habían creado una poesía cuyo arte verbal contenía un formidable parentesco, al acendrar la dimensión imaginaria y de música verbal de la poesía.

Mientras el trepidante vagón del metropolitano me llevaba, con zarandeos en las curvas y en tanto la voz que fue grabada en los años setenta me anunciaba la estación, yo iba repitiendo las frases de De Greiff "cambio mi vida, juego mi vida de todas maneras la llevo perdida". Las puertas del tren se abrieron y una muchedumbre — de abrigos, botas de cuero, gorros y paquetes de color violeta con el emblema de las flamantes tiendas Louis Vuitton o agarrando bolsas de papel con quesos, pescados, carne y vodka que me aplastaban —, fue expulsada al pasillo de luces teatrales e imágenes épicas de mármol. La muchacha que leía a Cortazar, se fue perdiendo con la ventanilla del metro que se precipitó en el túnel.

La edificación donde me esperaba Goncharenko en aquel diciembre con veinticinco grados bajo cero estaba convertida en una escultura surrealista de nieve y hielo. Carámbanos de puntas afiladas salían de las lámparas en las paredes pintadas de dorado imperial. Esta era una universidad muy prestigiosa de Moscú, la Universidad Lingüística, donde el poeta Goncharenko había formado a docenas de excelentes traductores del idioma español, los cuales mantenían el diálogo de Rusia con América Latina.

Entré puntual — a las cuatro de la tarde — en el gran salón con los típicos techos elevados de los palacios de la aristocracia rusa del siglo XIX. Con casi dos metros de estatura, impecablemente vestido y rodeado de libros en español, ruso y francés, S. Goncharenko me extendió la mano; tuve que empinarme un poco desde mi uno con ochenta para responder a su cálido saludo. Me habló en español con un leve acento latinoamericano y empezó a contarme anécdotas de su reciente viaje a un territorio donde el idioma español convive con oscuras creencias sobre el poder sanador de los sonidos de los ensalmos. Había estado en Filipinas, visitando a los poetas de aquel archipiélago que lo habían invitado. Pero me sorprendió la curiosidad del sabio y poeta que conocía los más íntimos entresijos de los sonidos de las palabras y su capacidad hipnótica de fabulación. Compartió conmigo su experiencia con una mujer vidente de Filipinas que al entrar en trance y escuchar la voz del poeta le dijo: "usted escucha muchas lenguas de occidente y de oriente pero su propia lengua es misteriosa para ellos". Al parecer el poeta quedó impresionado con la afirmación de la vidente. En efecto, su poesía no se había traducido al idioma español, al cual había consagrado su consumado arte de poeta y traductor. En aquella conversación hablamos de sus libros de poesía y me entregó sus últimos trabajos. Dos años más tarde volvería a verlo fugazmente. Diez años después de este encuentro que sería el último, el poeta moriría intempestivamente en Moscú el nueve de mayo del 2006, a la edad de 61 años.

Fue el más grande traductor de poesía de América Latina al idioma ruso. Tanto sus libros «Îñíîâû òåîðèè èñïàíñêîé ïîýòè÷åñêîé ðå÷è» (1988), «Èñïàíñêàÿ ðèôìà» (1987), «Èñïàíñêàÿ ïîýçèÿ â ðóññêèõ ïåðåâîäàõ 1789-1980» (1976, 1984), «Ñòèëèñòèêà èñïàíñêîé ñòèõîòâîðíîé ðå÷è» (1983), "Fundamentos para la teoría del discurso poético en castellano" (1988), "Estilística del discurso poético en castellano" (1983), como sus artículos sobre la métrica de la poesía en español, las particularidades de retrospección rítmica, las estructuras fono-létricas, metrorítmicas, versales - metalógicas y las funciones catárticas, hipnóticas, hedonísticas y estéticas del verso, renovaron los estudios y nuestra comprensión de la poesía como un discurso que potencia al extremo las posibilidades comunicativas y creativas del sistema de la lengua y de sus memorias culturales.

Sergei Filippovich Goncharenko fue el primer estudioso de la poesía en castellano — escrita en América Latina — que demostró que las estructuras fónicas de la poesía de De Greiff estaban "repletas de información de sentido y, o estética". Para Goncharenko, "existía un abismo cósmico entre el vocablo español empleado en el contexto de la poesía castellana y el mismo vocablo español puesto en las coordinadas del sistema poético del Gran Maestro De Greiff". Sergei Goncharenko, realizó una obra excepcional como traductor de la poesía de León de Greiff.

Publicó una docena de libros con sus traducciones de la poesía de América Latina. El primero fue una antología de poetas del continente (1975), vinieron después Poesía de Cuba (1980), Poesía de Argentina (1987), Poesía Mexicana s. XX (1988), y el último de sus libros sobre poesía contemporánea del sigo XX en Latinoamérica, Poesía de Colombia (1991). Esta fue su última obra sobre poesía latinoamericana contemporánea del siglo XX, la cual se publicó en la fecha histórica de la caída del muro de Berlín. Las traducciones de la poesía de León de Greiff fueron para Sergei Goncharenko su obra maestra de traducción publicada en 1986 con el título Bajo el signo del León.

Tradujo también la poesía clásica escrita en el español de la península ibérica, como la de Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Luis de Góngora, Miguel Hernández entre otros poetas de la tradición castellana.

Para Goncharenko —que pertenecía a la gran tradición de estudios linguísticos y filológicos de los grandes científicos rusos, Potebnia, Tomashevski, Trubetzkoi, Jakobson— la poesía era la más excelsa realización del idioma y de la capacidad simbólica de los seres humanos.

Sergei Filippovich Goncharenko fue un gran amigo de Colombia y un generoso colaborador de Forma y Función en su calidad de miembro del comité científico. Tuve la fortuna de ser su discípulo y amigo. Cuando me despedí de él, la última vez que conversamos en el edificio neoclásico de la calle Ostozhenko en Moscú, me obsequió su más reciente libro de versos. Fue autor de diez libros de su propia poesía.

He traducido directamente del idioma ruso un poema que Goncharenko dedicara a su país. Rusia, a la que sirviera como hijo y patriota, fue su gran obsesión amorosa, si bien miraba los acontecimientos y la extravagancia de la historia —que parecía volver en ciclos y no remontarse en espiral como pensaban los filósofos utópicos— con un fino sentido de la ironía, desprovista de descreimiento y misantropía. Acaso la suerte feliz que tuvo con las extraordinarias mujeres que compartieron su vida y que lo amaron con el amor de errancia que despierta en Rusia un poeta auténtico, le dieron a Goncharenko el sentido de lo precario de lo humano, de las cosas y de los días y sin embargo la fascinación profunda por la belleza de verdad de que está hecha la vida al otro lado de sus agobios brutales y sus máscaras vacías.

A la extensa Rusia las nieves anegan.
Los bosques blancos se escarcharon,
en la estepa y en la taiga solo huellas
de pájaros y de fieras que los cielos
no dejaron emigrar hasta el sur,
o más bien que prefirieron en lugar
de los confines tibios, la albura de la nieve
y la belleza de la borrasca de navidad.
Así, un vagabundo sin techo ni hogar,
aunque el Señor al paraíso lo lleve
será ingrato y no hallará felicidad,
lejos de la amarga y purísima Rusia.
Sergei Goncharenko



RUBÉN DARÍO FLÓREZ ARCILA Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá

mir-es.com
12 06 2015